COPENHAGUE-DINAMARCA:
ES LA CIUDAD MÁS FELIZ DEL MUNDO
En esta época de decretos y matanzas parece improbable la existencia de un sitio donde la felicidad persista.
Y no se trata de la íntima satisfacción que anima a cualquiera, intermitente,
sino de un estado de gracia colectivo. Las encuestas internacionales y los
viajeros han confirmado que ese oasis es real: Copenhague.
La capital del Reino de Dinamarca, habitada por apenas 1,2 millones de
personas, ha alcanzado un renombre casi mítico. En los últimos años ese país
nórdico ha encabezado la lista de naciones más felices, a pesar del invierno,
los altos impuestos, la relativa igualdad entre sus habitantes y de otros
“defectos” que muchos políticos y residentes en regiones desarrolladas critican
con ligereza, antes de intentar, al menos, comprender.
La acogedora simplicidad
Los relatos de los viajeros, como en los
tiempos de las grandes expediciones al Lejano Oriente, fomentan la aureola de
Copenhague. En una crónica publicada por The Washigton Post, el periodista
norteamericano Scott Vogel confesó años atrás su fascinación ante la costumbre
danesa de cenar en familia todos los días. “Familias donde cada uno conoce las
historias del otro y los niños se quedan dormidos fácilmente en los brazos de
sus padres a medianoche en el Tívoli”, describió.
Vogel se refería a los Jardines de Tívoli, uno
de los parques de diversiones más viejos del mundo. Algunos extrañarán la
espectacularidad de Disney World. Los copenhaguenses aprecian las claras noches
de verano, en familia, bajo la tenue luz del sol que tarda en retirarse y el
brillo de 120.000 bombillas.
Es fama que los habitantes de la capital danesa
atesoran los ambientes acogedores. Para nombrar ese estado especial de la
intimidad utilizan la palabra hygge, que otras lenguas no alcanzan a traducir.
La iluminación es una de las esencias de ese
concepto. En las latitudes nórdicas valoran la luz como en ningún otro sitio
del planeta. Cuando el invierno se anuncia al final del otoño, la noche cae
temprana y abate hasta el año nuevo. Solo la pausa de las fiestas rescata de la
oscuridad a los septentrionales. En Copenhague, cuentan, los árboles de Navidad
se cubren de lucecillas blancas y los mercados de regalos escapan de la
histeria consumista que conocemos en Norteamérica.
En verano los lugareños afluyen a las casas de
veraneo. El cuerpo se exhibe, lo mismo en la playa que en sitios inesperados
para el viajero como el Cementerio de Assistens, donde descansa Hans Christian
Andersen. La brevedad del estío alimenta el frenesí.
Los daneses tratan de tomarse la vida con calma. En el vocabulario
cotidiano abundan las frases que reflejan esta voluntad de reducir el estrés y
disfrutar de las cosas simples. Los críticos traducen esa tranquilidad, tan
distinta al vértigo cotidiano en otros países occidentales, como un ejemplo del
conformismo de los escandinavos. No son felices, aseguran, sino que mantienen
bajas sus expectativas para alcanzar la satisfacción sin demasiado esfuerzo.